domingo, 23 de octubre de 2016

LOUIS XVI Y MARIE ANTOINETTE: RETRATO DE UNA PAREJA REGIA


En las primeras semanas después de una elevación al trono, siempre y en todas partes tienen las manos llenas de trabajo grabadores, escultores y medallistas. También en Francia se deja a un lado, con apasionada rapidez, el retrato de Luis XV el rey que desde mucho tiempo atrás no era ya «el bien amado», para sustituirle por la imagen de la nueva pareja soberana, coronada solemnemente: «Le Roi est mort, vive le Roi!».

Luis  y Marie Antoinette de 1938.
No necesita mucho arte de adulación un hábil medallista para imprimir un gesto cesariano a la fisonomía de hombre de bien que posee Luis XVI, pues, prescindiendo del corto y robusto cuello, en modo alguno puede decirse que carezca de nobleza la cabeza del nuevo rey: frente huidiza y bien proporcionada, curva nariz fuerte y casi audaz, labios abultados y sensuales, una barbilla carnosa pero bien formada, componen, dentro de un tipo rollizo, un perfil augusto y plenamente simpático. Retoques hermoseadores los necesita, en primer lugar, la mirada, pues el rey, extraordinariamente corto de vista, sin sus anteojos no conoce a nadie a tres pasos de distancia: aquí el cincel del grabador tiene que afinar mucho ya la puntería para prestar alguna autoridad a estos ojos vacunos, pesados de párpados y mortecinos. Mal le va también a Luis, tan tardo y torpe, en lo que se refiere a su figura; presentarlo como realmente erguido y majestuoso con sus trajes de gala procura un duro trabajo a todos los pintores de la corte, pues tempranamente obeso, mazorral y, gracias a su miopía. Desmañado hasta la ridiculez, a pesar de tener casi seis pies de altura y ser bien conformado, Luis XVI, en todas las ocasiones oficiales, presenta la más desdichada figura. Anda por los brillantes pavimentos de Versalles pesadamente y balanceando los hombros, «como un aldeano detrás de su arado»; no sabe bailar ni jugar a la pelota: cuando quiere marchar aceleradamente, da traspiés, tropezando con su propia espada. Esta torpeza corporal es perfectamente conocida por el pobre hombre, y lo azora; este azoramiento aumenta aún más su tosquedad; de modo que cada cual, en el primer momento, tiene la impresión de tener ante sí, en el rey de Francia, la persona de un desdichado zopenco.

Luis y Marie Antoinette (Les Années Lumières 1989)
Pero Luis XVI no es en modo alguno tonto ni limitado; sólo que, lo mismo que en lo físico se ve duramente embarazado por su miopía, también en lo moral le paraliza su timidez (la cual, en último resultado, depende probablemente de su incapacidad sexual).

Sostener una conversación significa siempre, para este monarca receloso hasta lo enfermizo, un esfuerzo espiritual, pues, como sabe lo lento y difícil que es su mecanismo de pensar, siente un miedo indecible ante las gentes inteligentes, ingeniosas y discretas, a quienes las palabras les brotan fácilmente de los labios; comparándose con ellas, aquel hombre sincero siente, avergonzado, su propia insuficiencia. Pero si se le deja tiempo para ordenar sus ideas, si no se le exigen rápidas resoluciones y respuestas, sorprende hasta a los interlocutores más escépticos, como a José II o a Pétion, con su buen juicio, cierto que no sobresaliente, pero por lo menos recto, sano y honrado; tan pronto como su timidez nerviosa ha sido felizmente dominada, procede de un modo totalmente normal.

En general, le gusta más leer y escribir que hablar, pues los libros se mantienen tranquilos y no ahogan con prisas; Luis XVI -no es casi creíble- lee mucho y con placer, conoce bien la historia y la geografía, mejora constantemente su inglés y su latín, en lo cual le ayuda una memoria excelente. Sus cuadernos y libros de recuerdos son llevados con un orden perfecto; todas las noches, con su escritura clara, redonda, limpia, casi caligráfica, consigna las insipideces más desdichadas («he matado seis corzos», «me he purgado») en un diario que actúa sobre nosotros de un modo directamente conmovedor por su ciego desconocimiento de todos los sucesos de importancia histórica. En resumidas cuentas, el rey es un tipo de inteligencia mediana, poco independiente, destinado por la naturaleza para ocupar un puesto de celoso funcionario de aduanas o de escribiente de oficina; para cualquier actividad puramente mecánica y subalterna, lejos del campo de los acontecimientos históricos; para cualquier cosa, no importa cuál, menos para monarca.

Luis  y Marie Antoinette (l'évasion de louis xvi)
La verdadera fatalidad en la naturaleza de Luis XVI es que tiene plomo en la sangre, Algo acorchado y denso obstruye sus venas; nada es fácil para él. Este hombre, que realiza esfuerzos sinceros, tiene siempre que dominar en sí una resistencia de la materia, una especie de modorra, para lograr hacer algo, para pensar, o simplemente para sentir. Sus nervios, lo mismo que tiras de goma relajadas no pueden ponerse tensas ni tirantes, no pueden vibrar, no pueden desprender electricidad. Este innato embotamiento nervioso excluye a Luis XVI de toda emoción fuerte: amor (en sentido espiritual lo mismo que en sentido fisiológico), alegría, goce, miedo, dolor, terror, todos estos elementos emotivos no logran perforar la piel de elefante de su indiferencia y ni una sola vez inmediatos peligros de muerte consiguen despertarlo de su letargo. Mientras los revolucionarios asaltan las Tullerías, su pulso no late ni un ápice más de prisa, y hasta en la misma noche antes de ser guillotinado no están perturbadas ninguna de las dos columnas de su bienestar: sueño y apetito. Jamás palidecerá este hombre, ni aun con una pistola delante del pecho; jamás la cólera brillará en sus torpes ojos; nada puede espantarle, pero tampoco nada entusiasmarle.

Sólo los más rudos esfuerzos, como la cerrajería o la caza, agitan su persona, por lo menos exteriormente; todo lo delicado, fino de espíritu y gracioso, como el arte, la música y la danza, no es, en modo alguno, accesible al orden de su sensibilidad: ninguna musa ni ningún dios, ni siquiera Eros, son capaces de poner en conmoción sus perezosos sentidos. Jamás, durante veinte años, Luis XVI ha deseado otra mujer que la que su abuelo le ha destinado por esposa; permanece feliz y contento con ella, lo mismo que se contenta con todo, en su carencia de necesidades realmente exasperante. Por ello, fue una diabólica maldad del destino ir a exigir a una naturaleza como ésta, tan estancada, roma y elemental, las más importantes determinaciones históricas de todo aquel siglo, y colocar a un ser humano tan absolutamente destinado a una vida pasiva en medio del más espantoso de los universales cataclismos. Porque precisamente allí donde comienza la acción, donde el resorte de la voluntad debe ponerse en tensión, para actuar o resistir, este hombre, corporalmente robusto, se nos presenta con una debilidad lamentable; toda resolución que adoptar significa siempre para Luis XVI la más espantosa de las perplejidades. Sólo es capaz de ceder; sólo sabe hacer lo que quieren los otros, porque él mismo no quiere otra cosa sino paz, paz y paz.

Luis  y Marie Antoinette (Jefferson in Paris)
Acosado y sorprendido, le promete a cada cual lo que desea; y, de un modo igualmente flojo y afable, lo contrario al que viene tras él; quien se le acerca lo tiene ya vencido. A causa de esta incalificable debilidad, Luis XVI es siempre culpable, aun estando siempre sin culpa, y poco honrado, aun con las mejores intenciones; rey pelanas, sin serenidad ni carácter; pelota con que juegan su mujer y desesperante en las horas en que debería reinar de veras. Si la Revolución, en lugar de hacer caer bajo la cuchilla el corto cuello de este hombre ingenuo y apático, le hubiera concedido, en cualquier sitio, una casita de aldeano con un jardincillo, imponiéndole cualquier insignificante obligación, le habría hecho más feliz que el arzobispo de Reims con la corona de Francia, que llevó indiferentemente durante veinte años, sin orgullo, sin placer y sin dignidad.

Si ni el más servil de todos los poetas de corte osó jamás celebrar como gran monarca a este hombre bondadoso y poco viril, en cambio todos los artistas rivalizan en celo para glorificar a la reina en todas las formas y medios de expresión: mármol, terracota, biscuit , pastel, lindas miniaturas de marfil, y en graciosas poesías, pues el semblante de la reina, y sus modos y maneras, reflejan directa y plenamente el ideal de su tiempo. Tierna, esbelta, graciosa, encantadora, juguetona y coqueta, aquella muchacha de diecinueve años se convierte desde el primer momento en la diosa del rococó, el prototipo de la moda y de los gustos dominantes; si una mujer desea pasar por bella y atractiva, se esfuerza por semejarse a la reina. Mas, sin embargo, María Antonieta no tiene realmente un semblante ni muy notable ni muy expresivo; el suave óvalo de la cara. Finamente recortado, con algunas pequeñas incorrecciones atractivas, como el fuerte labio inferior de los Habsburgo y una frente algo plana en demasía, no seduce ni por su expresión espiritual ni por cualquier rasgo fisonómico muy personal. Algo fresco y vacío, como en un esmalte de lisos colores, impresiona en este rostro de muchacha aún poco formada, todavía curiosa de sí misma, al cual solamente los venideros años de madurez femenina añadirán cierta majestuosa plenitud y resolución. 

Luis y Marie Antoinette (Marie-Antoinette reine de France, 1956)
Únicamente los ojos, dulces y muy mudables de expresión, de los que fácilmente se desborda el llanto, para centellear en ellos inmediatamente después la alegría en juegos y bromas, denotan una viveza de sentimientos, y la miopía presta a su azul frívolo y no muy profundo un carácter vago y conmovedor; pero en ningún lugar la fuerza de voluntad traza una línea dura de carácter en este semblante pálido; sólo se percibe una naturaleza blanda y acomodaticia, que se deja guiar por cada estado de su ánimo y que, de un modo totalmente femenino, sólo sigue siempre las corrientes profundas de su sentimiento. Pero este encanto delicado es lo que todos admiran más en María Antonieta. Verdaderamente hermoso, sólo se nos aparece en esta mujer lo que es esencialmente femenino: la exuberante cabellera, de un color rubio ceniza que centellea con reflejos rojizos; la blancura de porcelana y el pulido color de su rostro; la redondeada suavidad de sus formas; la línea acabada de sus brazos, lisos como marfil y delicadamente torneados; la cuidada belleza de sus manos; todo lo que hay de floreciente y fragante en una feminidad aún no del todo desplegada; en todo caso, atractivos harto fugitivos y quintaesenciados para que se los pueda adivinar plenamente a través de unos retratos.

Pues hasta las escasas obras maestras que hay entre sus imágenes no nos manifiestan tampoco lo más esencial de su naturaleza, el elemento más personal de su seducción. Los retratos no son capaces casi nunca sino de conservar la fortaleza y rígida pose de un ser humano, y el encanto característico de María Antonieta -acerca de ello coinciden todos los testimonios consistía en la gracia inimitable de sus movimientos. Sólo en la animada manera de mover su cuerpo revela María Antonieta la innata armonía de su natural: cuando, sobre sus finos tobillos, atraviesa, alta y esbelta, por en medio de las filas de cortesanos la Galería de los Espejos; cuando, coqueta y deferente, se reclina en un asiento para charlar; cuando, impetuosa, salta de prisa por las escaleras como en un vuelo; cuando, con un ademán naturalmente gracioso, da a besar su mano, deslumbradoramente blanca, o coloca con ternura su brazo en torno al talle de una amiga, sus gestos, sin nada estudiado, brotan de una pura intuición de su ser femenino. «Cuando está en pie -escribe, completamente entusiasmado, el escritor inglés Horacio Walpole, en general tan cauto-, es la estatua de la hermosura; cuando se mueve, la gracia en persona.» Y, realmente, monta a caballo y juega a la pelota como una amazona; en todas partes donde entra en juego su cuerpo flexible, bien formado y rico en dones, sobrepasa a las más bellas damas de su corte no sólo en destreza, sino también en encantos sensuales, y enérgicamente lo demuestra el fascinado Walpole cuando, al objetársele que la reina, al bailar, no sigue suficientemente el compás, responde con la bella frase de que, en ese caso, es la música la que comete la falta.

Luis y Marie Antoinette (the affair on the necklace)
Por un consciente instinto -coda mujer conoce la ley de su belleza-, María Antonieta ama el movimiento. La agitación es su verdadero elemento; por el contrario, permanecer tranquilamente sentada, oír, leer, escuchar, reflexionar, y, en cierto modo, hasta dormir, son para ella insoportables ejercicios de paciencia. Sólo ir y venir, arriba y abajo y de un lado a otro; comenzar algo, siempre cosa distinta, sin terminarlo nunca; estar siempre ocupada, sin, a pesar de ello, aplicarse a nada seriamente; sólo percibir contantemente que el tiempo no se detiene; ir tras él, adelantársele, vencerlo en su carrera... Nada de comidas largas; sólo catar algunas golosinas; no dormir mucho, no meditar mucho; nada más que ir siempre adelante y adelante, en ociosidades, en cambio permanente. De este modo, los veinte años de vida de reina de María Antonieta constituyen un eterno torbellino, que gira alrededor de su propio ser y que, no dirigiéndose hacia ninguna meta externa o interna, humana o política, se nos presenta como una carrera plenamente vacía de sentido.

Esta falta de dominio de sí misma, este no pararse nunca, esta autodilapidación de una fuerza grande pero mal empleada, es lo que en María Antonieta disgusta tanto a su madre; aquella antigua conocedora de caracteres humanos sabe muy bien que esta muchacha bien dotada por su natural y rica de fuerzas podría obtener cien veces más de sí misma que lo que hoy alcanza. María Antonieta no necesita más sino querer ser lo que en el fondo es, y sólo con ello tendría ya un poder soberano; pero, infaustamente, vive siempre, por comodidad, por debajo de su propio nivel espiritual. Como verdadera austríaca, posee, sin duda, muchas dotes y mucho talento; pero, por desgracia, no tiene ni la voluntad de utilizar seriamente estos dones naturales, ni de profundizar su valer, y aturdidamente disipa sus capacidades para disiparse a sí misma. 

Luis y Marie Antoinette (film Sofia Coppola,2006)
«Su primer movimiento -dice José II- es siempre el verdadero, y si perseverase en él, reflexionando un poco más, sería excelente.» Pero precisamente ya esto de reflexionar un poco es una carga para su impetuoso temperamento; todo pensamiento que no sea el que brota de repente significa para ella un esfuerzo, y su naturaleza, caprichosa y nonchalance, odia toda especie de esfuerzo intelectual. No quiere más que juego, sólo facilidad, en lo general, y en lo particular, ninguna molestia, ningún auténtico trabajo. María Antonieta charla exclusivamente con la boca y no con el cerebro. Cuando se le habla, escucha distraída y con intermitencias; en la conversación, en la cual cautiva con su encantadora amabilidad y su volubilidad centelleante, deja que se pierda toda idea apenas expresada; no dice nada, no piensa nada, no lee nada hasta el final, no aprisiona firmemente cosa alguna para extraer de ella un sentido y auténtica experiencia. Por eso no le gusta ningún libro, ningún asunto de Estado, nada serio que exija paciencia y atención, y sólo de mala gana, con una letra garrapateada a ilegible, despacha las cartas más indispensables; hasta en las dirigidas a su madre se nota claramente con frecuencia el deseo de acabar pronto. No complicarse la vida; nada que pueda producir tristeza, melancolía o aburrimiento. Como de un salto, se aparta de todos los consejeros razonables, para unirse a sus gentiles hombres y a las damas que opinan como ella. Sólo se trata de gozar, sólo de no ser perturbada por reflexiones y cuentas y economías: así piensa la reina, y así piensan todos los de su círculo. Vivir sólo para los sentidos y no pensar en nada; moral de toda una estirpe; moral de este siglo XVIII cuyo destino, como reina, representa María Antonieta simbólicamente, en forma tal que, de modo bien visible, vive con él y con él muere.

Luis y Marie Antoinette (Marie-Antoinette la veritable histoire)
Una más extraña oposición de caracteres que la de una pareja altamente desigual no podría imaginarla ningún poeta; hasta en los últimos nervios de su cuerpo, hasta en el ritmo de la sangre, hasta en las vibraciones más exteriores de su temperamento, María Antonieta y Luis XVI, en todas sus facultades y caracteres, representan un modelo de antítesis. Él, pesado; ella, ligera; él, torpe; ella, ágil; él, tibio; ella, desbordante; él, apático; ella, con nervios como llamas. Y más adentro, en el terreno espiritual: él, indeciso; ella, resuelta, con excesiva rapidez; discurre él lentamente; tiene siempre ella en la boca un «sí» y un «no» espontáneos; él, severamente devoto; ella, sólo feliz entre mundanidades; él, modesto y humilde; ella, conscientemente coqueta; él, metódico: ella, inconstante; él, ahorrativo, ella, dilapidadora; él, demasiado serio; ella, desmedidamente juguetona; él, oscuras profundidades con corrientes densas; ella, todo espuma y cabrillear de olas. Él se siente a gusto en la soledad; ella, en el puro estrépito de una reunión; a él, con una especie de oscura satisfacción animal, le gusta comer mucho y beber vinos fuertes; ella no cata el vino y come poco y con ligereza. El elemento del rey es el sueño; el de la reina, la danza: el mundo del esposo es el día; el de la mujer, la noche; así, las agujas del reloj de su vida están siempre en oposición, como el sol y la luna. A las doce de la noche, cuando Luis XVI se echa a dormir, es cuando María Antonieta comienza a brillar realmente: hoy en una sala de juego, mañana en un baile, siempre en distintos lugares; cuando, por la mañana, hace ya horas enteras que cabalga él cazando, apenas comienza ella a levantarse de la cama. En ningún sitio, en ningún punto, coinciden sus costumbres, sus inclinaciones, su distribución del tiempo: en realidad, María Antonieta y Luis XVI, durante gran parte de su existencia, hicieron vidas separadas.

Luis y Marie Antoinette (Louis XVI l'homme qui ne voulait pas être roi)
Por tanto, ¿un mal matrimonio, regañón, irritado, difícilmente mantenido? ¡En modo alguno! Por el contrario, un matrimonio absolutamente plácido y satisfecho y, si no hubiese sido por la carencia de virilidad del principio, con sus conocidas consecuencias penosas, hasta un matrimonio completamente feliz. Porque para que se produzcan tiranteces es necesario que haya en ambos lados cierta fuerza de carácter; la voluntad tiene que chocar contra otra voluntad; la dureza contra la dureza. Pero estos dos, María Antonieta y Luis XVI, esquivan todo roce y tirantez; él, por dejadez corporal: ella, por dejadez espiritual. «Mis gustos no son iguales a los del rey -confiesa traviesamente en una carta María Antonieta-; no se interesa él por otra cosa sino por la caza y los trabajos mecánicos... Me concederá usted que mi puesto en una fragua no tendría ninguna gracia especial; no sería allí ningún Vulcano, y el papel de Venus acaso desagradara aún más a mi esposo que todas mis otras aficiones.»

Luis y Marie Antoinette (les adieux a la reine)
Luis XVI, por su parte, no encuentra a su gusto, en modo alguno, la vertiginosa y turbulenta manera de divertirse de la reina, pero el desmazalado esposo no tiene voluntad ni fuerzas para intervenir enérgicamente en ello; bonachonamente, se sonríe de sus excesos, y, en el fondo, está orgulloso de tener una mujer tan charmante y universalmente admirada. Hasta el punto en que su lánguida sensibilidad es capaz de una vibración, este hombre honrado se muestra a su manera -torpe y sinceramente, por tanto- plena y voluntariamente sometido a su hermosa mujer, superior a él en inteligencia, y se echa a un lado, consciente de su inferioridad, para no quitarle la luz. A su vez. Ella sonríe algún tanto de este marido cómodo, pero lo hace sin malignidad, pues también ella lo quiere en cierta indulgente forma, pues la deja regirse y gobernarse según su capricho; se retira delicadamente cuando siente que no es deseada su presencia; no penetra jamás sin anunciarse en la cámara de su esposa; marido ideal que, a pesar de su espíritu ahorrativo, vuelve siempre a pagar las deudas de la reina, le consiente todo, y, a la postre, hasta un amante. Cuanto más tiempo vive con Luis XVI, tanto más crece en ella la estimación por el carácter de su esposo, altamente merecedor de respeto, a pesar de todas sus debilidades. Del matrimonio concertado diplomáticamente se origina, poco a poco, una auténtica camaradería, una mansa vida en común afectuosa; más afectuosa, en todo caso, que la mayor parte de los matrimonios regios de aquel tiempo.

1 comentario:

  1. Por la quincalla calumniosa acerca de Luis XVI,puesta sobre sus hombros por las tías y por el hermano-,el conde de Provenza-,es que me gusta este hombre. Y Luis XVI era más bueno que el pan.

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