sábado, 12 de diciembre de 2015

UNA PEQUEÑA IMPRUDENCIA: LLAMAR AL REY DE FRANCIA "POBRE HOMBRE"

«Amor no siente ninguno hacia él», comunica clara y tiernamente a Viena José II durante su estancia en París, con una serena afirmación de la verdad objetiva de las cosas, y cuando ella, por su parte, le escribe a su madre que de los tres hermanos es, en todo caso, preferido aquel a quien Dios le ha concedido por esposo, este «en todo caso» , introducido traidoramente en la mitad de la frase, dice más de lo que conscientemente querría ella expresar; algo así como: ya que no puedo recibir mejor marido, «en todo caso», este hombre bueno y decente es la más aceptable de las sustituciones. Esta sola frase expresa toda la tibieza de sus relaciones. María Teresa, en resumidas cuentas -sabe cosas mucho peores de su hija de Parma-, se contentaría con esta clásica concepción del matrimonio sólo con que María Antonieta mostrara un arte de disimulo algo mayor y tacto espiritual en su conducta; supiera simplemente ocultar mejor ante el público que, desde el punto de vista viril, considera como un cero a su regio esposo. Pero María Antonieta -y esto no se lo dispensa María Teresa- se olvida de guardar las formas, y, con ello, el honor de su consorte; por fortuna, es la madre la que, bastante a tiempo, impide circular una de las aturdidas frases de la reina.


Uno de los confidentes de la emperatriz, el conde de Rosenberg, había ido a pasar una temporada a Versalles, y María Antonieta le había cobrado tanto afecto y depositado tanta confianza en el fino y galante anciano caballero, que le escribió a Viena una carta, ligera y jocosa, en la que le contaba cómo se había burlado ocultamente de su marido cuando el duque de Choiseul le pidió una audiencia. «Me creerá usted fácilmente si le digo que no lo he visto sin conocimiento del rey; pero no podrá usted sospechar qué astucia hube de emplear para no suscitar la idea de que pedía permiso para ello. Le dije a mi marido que me gustaría ver al señor Choiseul y que sólo me tenía perpleja la elección del día; y lo hice tan bien que el pobre hombre (" le pauvre homme ") dispuso la hora más cómoda para que yo le viera. En mi opinión, en este asunto no hice otra cosa sino aprovechar valientemente mis derechos de mujer.» Muy naturalmente fluye de la pluma de María Antonieta la frase «pauvre homme» ; sin preocupación alguna cierra la carta, pues no cree haber contado sino una divertida anécdota, y la expresión «pauvre homme» , en el lenguaje de su corazón, no significa, leal y bondadosamente, sino el «buen muchacho». Pero en Viena se interpreta de otro modo esta frase mezcla de simpatía, de compasión y de desprecio. María Teresa reconoce al instante qué peligrosa falta de tacto hay en que la reina de Francia llame abiertamente «pauvre homme» al rey de Francia, el soberano más grande de la cristiandad, no respetando ni honrando al monarca en el esposo. ¡En qué tono se expresará de viva voz aquella cabeza de viento en sus fiestas campestres y en sus mascaradas, con sus amigas, la Lamballe y la Polignac, y con sus jóvenes cortesanos, al burlarse del soberano de Francia! Al punto tiene lugar en Viena un severo consejo, y se escribe a María Antonieta una carta tan enérgica, que durante largos decenios, el archivo imperial no ha permitido su publicación.


«No puedo ocultarte -la vitupera la anciana emperatriz a la hija olvidadiza de sus deberes- que tu carta al conde de Rosenberg me ha consternado extremadamente. ¡Qué términos de expresión, qué ligereza! ¿Dónde está el corazón de la archiduquesa María Antonieta, tan bueno, tan delicado, tan lleno de abnegación? No veo en la carta más que intriga, odios menudos, mofa y malignidad, una intriga en la cual una Pompadour, una Du Barry, hubieran podido desempeñar un papel, pero no una princesa, y menos una gran princesa de la Casa de Habsburgo-Lorena, llena de bondad y tacto. Siempre me han hecho temblar tus rápidos éxitos y todo lo que te rodea aduladoramente desde aquel invierno en que te lanzaste a los placeres y a las modas y adornos más ridículos. Esta carrera de diversión en diversión sin el rey, aunque sabes no es agradable para él y que sólo por pura condescendencia te acompaña o consiente que vayas, todo eso me hizo manifestarte en mis cartas anteriores mi justa inquietud. Pero todo lo veo confirmado por esta carta. ¡Qué lenguaje! ( «Le pauvre homme!» ) ¿Dónde está el respeto y el agradecimiento por todas sus complacencias? Acerca de ello, te abandono a tus propias reflexiones y no te digo más, aunque aún habría mucho que decir... Pero si sigo observando tales inconveniencias, no podré callar, porque te quiero demasiado y preveo grandes daños, por desgracia, aún mayores que antes, ya sé que eres ligera, violenta a incapaz de reflexionar. Tu felicidad puede acabar demasiado pronto y trocarse en las mayores desgracias a causa de tu propia culpa, y todo por esa espantosa ansia de placeres que no permite ninguna ocupación seria. ¿Qué libros lees? Y sin eso, ¿osas mezclarte en todo, en los asuntos más importantes y en la elección de ministros...? Parece que el abate y Mercy han llegado a ser desagradables para ti, porque no imitan a esos bajos aduladores y porque te quieren para hacerte feliz, y no puramente para divertirse y aprovecharse de tus debilidades. Algún día lo reconocerás así, pero demasiado tarde. Espero no tener que presenciar tal momento, y suplico a Dios que ponga término a mis días lo antes posible, porque ya no puedo ser útil para ti y porque no podría soportar el perder y ver desgraciada a la querida hija a quien amaré tiernamente hasta mi último suspiro.»

¿No exagera la emperatriz, no saca demasiado pronto la caja de los truenos a causa sólo de ese pauvre homme , frase empleada en broma, aunque algo insolentemente? Es que María Teresa no se refiere sólo en este caso a la frase nacida del azar, sino que la considera como síntoma. Esta expresión le aclara de repente, como con un relámpago, el poco respeto de que goza Luis XVI en su propio matrimonio y en todo el círculo de la corte. Su alma se intranquiliza. Si en un Estado el desprecio hacia el monarca socava sus más firmes fundamentos, y lo mismo en la propia familia, ¿Cómo pueden quedar en pie los otros pilares y sostenes si llega una tormenta? ¿Cómo hará frente a los peligros que la amenazan una monarquía sin monarca, un trono ocupado por meros figurantes, que no tienen la realeza en el pensamiento ni en la sangre, ni en el corazón ni en el cerebro? Un hombre flaco y sin voluntad y una mundana; demasiado tímido de pensamiento el uno, demasiado irreflexiva la otra, ¿Cómo pueden estos seres tan superficiales afirmar su dinastía contra las amenazas de toda una época? La vieja emperatriz no está, en realidad, enojada con su hija. Sólo llena de temor por ella. 


Y, verdaderamente, ¿Cómo encolerizarse con estos dos seres, cómo condenarlos? Hasta a la misma Convención, su acusadora, se le hizo difícil representar como tirano y criminal a aquel «pobre hombre»; en el último fondo, no había ni un grano de maldad en ninguno de los dos, y, como en general sucede con la mayor parte de los caracteres de medianía, ni dureza, ni crueldad, ni siquiera ansia de honores o grosera vanidad. No obstante, por desgracia, tampoco sus buenas cualidades iban más allá del burgués término medio: honrada bondad natural, despreocupada tolerancia, tibia benevolencia.