sábado, 1 de agosto de 2009

REINA DE FRANCIA (1774)

El martes 10 de mayo, a las tres y media de la tarde, se extingue el cirio. Al instante, los murmullos se convierten en fuertes rumores. De cámara en cámara, como olas por las rompientes, corre la noticia; los rumores son ya gritos bajo el viento creciente: «¡El rey ha muerto, viva el rey!». 
María Antonieta espera con su esposo en una pequeña estancia. De repente oyen aquel misterioso rumor; cada vez más alto, más y más cercano, muge de sala en sala un incomprensible oleaje de palabras. Ahora, como si un tormento la desquiciara violentamente, se abre la puerta cuan ancha es; madame de Noailles penetra en la cámara, se postra de hinojos y saluda la primera a la reina. Detrás de ella se precipitan los otros, cada vez más, la corte entera, pues cada cual quiere entrar rápidamente para presentar su homenaje; cada cual quiere mostrarse, hacerse visible entre los primeros felicitantes.

Redoblan los tambores, los oficiales alzan las espadas y en centenares de labios retumba el grito: «¡El rey ha muerto, viva el rey!».



María Antonieta sale como reina de la habitación donde entró como delfina. Y mientras en la abandonada cámara real, con un suspiro de alivio, colocan rápidamente en el féretro, largo tiempo ha preparado, el irreconocible cadáver de Luis XV, azulado y negruzco, para enterrarlo con la mayor ostentación posible, una carroza conduce a un nuevo rey y a una nueva reina fuera de la dorada verja de la puerta del parque de Versalles. Y en las calles el pueblo los aclama, lleno de júbilo, como si con el viejo rey hubiera terminado la vieja miseria y comenzara con los nuevos soberanos un mundo nuevo.

 
madame Campan refiere en sus Mémoires , que Luis XVI y María Antonieta, cuando les llevaron la noticia de la muerte de Luis XV, cayeron de rodillas y exclamaron: «Dios mío, guíanos y protégenos: somos jóvenes, demasiado jóvenes para reinar». Es ésta una anécdota muy conmovedora; sólo es lástima, como ocurre con la mayor parte de las anécdotas sobre María Antonieta, que tenga el pequeño inconveniente de haber sido inventada de un modo harto torpe y altamente desconocedor de la psicología de los personajes. Pues esta piadosa emoción no conviene en modo alguno con la fría sangre de pez de Luis XVI, el cual no tenía ningún motivo para ser así agitado por un acontecimiento que toda la corte, desde ocho días antes estaba esperando, hora por hora, con el reloj en la mano: y menos aún corresponde con el ánimo de María Antonieta, la cual iba al encuentro de este regalo del momento con despreocupado corazón, como recibía todos los otros dones de la vida.



No es que estuviera ávida de poder o sintiese ya impaciencia por empuñar las riendas del gobierno; jamás ha soñado María Antonieta con ser una Isabel, una Catalina o una María Teresa: para ello era demasiado escasa su energía moral, demasiado estrecho el horizonte de su espíritu, demasiado perezoso su ser entero. Sus deseos, como ocurre siempre con un carácter de término medio, no se extienden más allá de lo que afecta a su propia persona: esta mujer joven no tiene ninguna idea política que quiera imprimir al mundo, ninguna inclinación a oprimir o a humillar a sus semejantes: desde su infancia sólo es característico en ella un fuerte, un obstinado y a menudo pueril instinto de independencia; no quiere dominar, pero tampoco ser dominada o influida por nadie. Ser soberana no es otra cosa para ella sino ser libre. Solamente ahora, después de más de tres años de tutela y vigilancia, se siente por primera vez sin trabas: nadie está ya allí para decirle que se contenga -pues la severa madre habita a mil leguas de distancia y las tímidas protestas del sumiso esposo las rechaza con una sonrisa de desprecio--. Una vez ascendido este último peldaño decisivo de heredera del trono a reina, se alza finalmente sobre todos, a nadie sometida sino a su propio humor caprichoso. Ha terminado con los molestos enredos de las tías: ha terminado con tener que pedir al rey su consentimiento para que se le permita ir al baile de la Opera: queda a un lado la arrogancia de su adversaria la Du Barry: mañana le será para siempre impuesto el destierro a esa créature , nunca más centellearán sus brillantes regios, jamás se congregarán en su boudoir los príncipes y reyes para besarle la mano.

Orgullosa y sin avergonzarse de su orgullo, María Antonieta coge la corona que le ha tocado en suerte; «aunque ya Dios me hizo venir al mundo en la categoría que hoy poseo -le escribe a su madre-, no puedo menos de admirar la bondad de la Providencia, que me ha escogido a mí, la más joven de vuestros hijos, para el más hermoso reino de Europa». Quien en esta declaración no sienta palpitar un alto tono de alegría, tiene duro el oído. Precisamente por sentir sólo la grandeza de su posición, sin advertir al mismo tiempo su responsabilidad, asciende María Antonieta al trono despreocupada y alegre.

Y apenas ha ascendido, cuando llegan ya hasta ella, desde lo profundo del pueblo, mugientes aclamaciones. Aún no han hecho nada, aún no han prometido ni cumplido nada; y, sin embargo, se saluda ya con todo entusiasmo a los jóvenes soberanos. ¿No comenzará ahora la edad dorada con la que sueña el pueblo, que cree eternamente en milagros, ya que la maîtresse sorbedora de tuétanos está desterrada, el viejo, apático y lascivo Luis XV ha sido sepultado y un rey joven, sencillo, ahorrador, modesto y piadoso y una reina encantadora, deliciosamente joven y bondadosa imperan en Francia? En todos los escaparates lucen los retratos de los nuevos monarcas, amados con una esperanza que todavía no conoce la decepción; ferviente entusiasmo acoge cada uno de sus actos, y hasta en la corte, paralizada por el miedo, comienza a sentirse de nuevo la alegría; vienen de nuevo ahora, con bailes y desfiles, diversiones y una renovada dicha de vivir; la soberanía de la juventud y de la libertad. Un suspiro de alivio saluda la muerte del viejo rey, y las campanas mortuorias, en las torres de toda Francia, suenan con tanta claridad y alegría como si repicasen convocando a una fiesta.



Verdaderamente conmovida y espantada, por sentirse presa de tétricos presentimientos, sólo una persona en toda Europa lamenta la muerte de Luis XV: la emperatriz María Teresa. Como monarca, por treinta penosos años, conoce el peso de una corona; como madre, la debilidad y defectos de su hija. Desde el fondo de su corazón habría visto gustosa que el momento de ascender al trono hubiera sido diferido hasta que aquella criatura aturdida y sin freno hubiese ganado mayor madurez y supiera defenderse por sí misma de las tentaciones de sus arrebatos de disipación. La vieja señora siente su corazón angustiado; lúgubres previsiones parecen oprimirla. «Estoy muy apenada -escribe a su fiel embajador al recibir la noticia-, y aún más preocupada por el destino de mi hija, que tiene que ser magnífico o desdichado. La situación del rey, de los ministros, del Estado, no me muestran cosa alguna que pueda tranquilizar, y ¡mi hija es tan joven! Jamás hubo en su pecho ninguna aspiración hacia algo serio, y no la tendrá nunca o la tendrá muy rara vez.»

Melancólicamente responde también a la comunicación, llena de orgullo, que le hace su hija: «No te envío felicitación alguna por tu nueva dignidad, adquirida a muy alto precio y que aún será más cara si no sabes decidirte a llevar la misma vida, tranquila a inocente, que has llevado durante estos tres años, gracias a la bondad y previsión de aquel buen padre, y que ha traído para los dos la aprobación y el amor de vuestra nación. Esto significa una gran ventaja en vuestra situación actual; pero ahora se trata de saber conservar ese favor y emplearlo rectamente para bien del rey y del Estado. Los dos sois aún muy jóvenes y la carga muy grande; por ello estoy preocupada, verdaderamente preocupada... Todo lo que puedo aconsejaros ahora es que no os precipitéis en nada; consideralo todo con vuestros propios ojos, no cambiéis cosa alguna, dejad que todo se desenvuelva por sus propias vías; si no, serán infinitos el caos y las intrigas, y vosotros, mis queridos hijos, caeréis en tal turbación que apenas seréis capaces de volver a salir de ella». Desde lejos, desde la altura de tantos decenios de experiencia, la cauta regente domina, en una ojeada de conjunto, con su mirada de Casandra, la insegura situación de Francia mucho mejor que los que están demasiado cerca; conjura insistentemente a ambos a que, ante todo, conserven la amistad con Austria y, con ello, la paz universal.

«Nuestras dos monarquías no necesitan más que tranquilidad para poner en orden sus asuntos. Si actuamos en una estrecha inteligencia, en adelante nadie perturbará nuestros trabajos y Europa gozará de tranquilidad y de dicha. No sólo serán felices nuestros pueblos, sino que también lo serán todos los otros.» Pero del modo más insistente amonesta a su hija para que se defienda de su ligereza personal, de su tendencia a buscar diversiones: «Temo esto en ti más que todas las demás cosas. Es absolutamente preciso que te ocupes de labores serias y, ante todo, que no te dejes inducir a gastos excesivos. Todo depende de que este dichoso principio que excede a todas nuestras esperanzas sea duradero y os haga felices a los dos al labrar la dicha de vuestro pueblo». 

María Antonieta, conmovida por las preocupaciones de su madre, promete todo lo que se quiere, una y otra vez. Reconoce su falta de fuerza para toda actividad seria y jura enmendarse. Pero las angustias de la vieja señora, conmovida como en presagio, no se quieren apaciguar. No cree en la dicha de aquella monarquía ni en la de su hija. Y mientras que todo el mundo aclama a María Antonieta y la envidia, la emperatriz escribe a su confidente el embajador este lamento maternal: «Creo que sus mejores días están ya terminados». 

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