jueves, 25 de junio de 2009

MADAME DU BARRY "LA ENEMIGA"



María Antonieta contra su voluntad los primeros años se ve envuelta y arrastrada por aquella mezquina y pequeña guerra de intrigas de la corte de Luis XV. Ya a su llegada encuentra Versalles dividido en dos partidos. Hace tiempo que ha muerto la reina, y, por tanto, el primer puesto femenino, con todas sus prerrogativas, corresponde legítimamente a las tres hijas del rey. Aburridas y desagradables solteronas, no ejercen la menor influencia sobre su regio padre, el cual únicamente quiere su placer, y a la verdad, en bajas formas sensuales y hasta en las mas groseras. Toda la atención de la corte, todo el brillo, todos los honores, van hacia aquella que tiene muy poco que ver con el honor: hacia la última favorita del rey, hacia madame Du Barry.

Procedente de la hez popular, de un pasado oscuro, capta la apariencia con derecho a tener acceso a la corte gracias a la debilidad de carácter de su amante que le compra un noble esposo, el conde Du Barry, un caballero en extremo complaciente como marido, el cual, el mismo día de la boda, una vez firmados los papeles, desaparece para siempre. Pero en todo caso, su nombre ha dado capacidad para entrar en la corte a la antigua muchacha de la calle.


Naturalmente, como ella tiene conferido el poder, todos los cortesanos se agrupan en torno suyo, los embajadores de los soberanos esperan, llenos de respeto en su antecámara; reyes y príncipes le envían presentes; puede destituir ministros, repartir cargos; puede mandar que le construyan palacios, dispones de todos los regios tesoros, pesados collares de diamantes centellean sobre su lascivo cuello, gigantescos anillos resplandecen en sus manos, besadas respetuosamente por todas las eminencias de la iglesia, príncipes y solicitantes. La diadema regia centellea, invisible, sobre su espesa y oscura cabellera. Toda la luz del favor real cae dilatadamente sobre esta ilegitima soberana de alcoba; todas las adulaciones y homenajes son para esta osada mujerzuela, que se pavonea por Versalles con mayor arrogancia de lo que jamás lo haya hecho reina alguna.

Escondidamente, en sus habitaciones de segundo orden, se mantienen, las despechadas hijas del rey, gimen y se lamentan por culpa de aquella desvergonzada moza, que deshonra a toda la corte, cubre de ridículo a su padre, hace ineficaz el gobierno a imposible toda cristiana vida familiar. Con todo el odio de su virtud aborrecen a esta ramera de babilonia.

Entonces, por una dichosa casualidad, aparece en la corte esta archiduquesa extranjera, María Antonieta. Ella debe ser la que dé la cara para ayudarlas a derrotar a la bestia impura. De este modo, con fingida ternura, atraen a su círculo a la princesita. Y sin sospecharlo siquiera al cabo de pocas semanas, María Antonieta se alza en el centro de una encarnizada contienda.

A su llegada María Antonieta no sabía nada ni de la existencia ni de la singular situación de una madame Du Barry, en la severidad de costumbres de la corte de Marie teresa, la idea de una querida del rey era desconocido plenamente. Solo en la primera cena, entre las otras señoras de la corte, ve a una dama de abultado pecho, brillantemente vestida y con magnificas joyas, la cual la mira curiosamente, y oye que, al hablar le dicen “condesa”, condesa Du Barry.

Pero las tías, le explican el caso fundamental a intencionadamente, Y es así que María Antonieta se entera de que aquella mujer que ve tan cerca del Rey vestida con suntuosidad y llena de diamantes es su amante, una mujer sin nombre, recogida de las calles, que se encuentra allí por el simple merito de ser una experta en el campo del erotismo pues, pocas semanas más tarde, María Antonieta le escribe ya a su madre acerca de “el más estúpido y la más impertinente criatura que se pueda imaginar”. En voz alta, la delfina repite en sus charlas todas las observaciones, ruines y malignas, que las queridas tías ponen en sus traviesos labios, y de repente la corte, que se aburre y esta siempre ávida de tales sensaciones, encuentra divertido en que una rubia muchacha desprecie del modo más profundo a esa arrogante intrusa de palacio real.

Según la ley de bronce de la etiqueta, en la corte de Versalles amas a una dama de categoría inferior le es lícito dirigir la palabra a una de categoría superior, sino que tiene que esperar respetuosamente a que la de categoría superior se la dirija. Ya se comprende que la delfina, en ausencia de una reina, es la dama en calidad más alta y María Antonieta hace abundante uso de su derecho. Fría, sonriente y provocativa, deja que la condesa Du Barry espere tiempo y tiempo su saludo; durante semanas, durante meses, hace que la impaciente se perezca por una sola palabra de sus labios. Naturalmente los chismosos y aduladores advierten pronto el caso; encuentran en este duelo una alegría infernal; toda la corte se calienta placenteramente al fuego atizado por las tías con el mayor cuidado. Todos observan, llenos de expectación, a la Du Barry, la cual ocupa su asiento entre todas las damas de la corte y tiene que contemplar con mal contenida furia como aquella petulante rubia de quince años charla y charla alegremente con las damas, solo ante ella María Antonieta frunce siempre un poco su labio Habsburgues, no dice palabra y parece mirar, como a través de un vidrio, lo que hay detrás de la condesa, resplandeciente de brillantes.


La Du Barry que ha ascendido desde lo más bajo con una velocidad tan vertiginosa, no se contenta con una apariencia de poder, quiere asolearse vana y lozanamente con un esplendor que no le corresponde, y sobre todo quiere que se le reconozca derecho a todo ello. Quiere ocupar el primer puesto entre las damas de la corte, quiere llevar los mas preciosos brillantes, poseer los trajes mas magníficos, los más hermosos carruajes, los caballos más ligeros. Todo esto lo obtiene sin trabajo del hombre débil de voluntad, absolutamente sometido a ella sexualmente; nada le es negado. 

De modo que la Du Barry quiere ser reconocida como existente por la primera mujer de la corte, ser recibida cordial y amablemente por la archiduquesa de la casa de Habsburgo. Pero no solo esta petite rousse (así llama a María Antonieta en su impotente furor) que ni siquiera puede hablar aun correctamente francés, frunce siempre los labios ante ella y la ofende delante de la corte, sino que, además tiene el descaro de burlarse a su costa, públicamente y con toda imprudencia, siendo ella la mujer más poderosa de la corte.

María Antonieta no tiene para que hablar de esa dama la cual, como condesa, está colocada muy por debajo de la heredera del trono aunque en su pecho centelleen siente millones de diamantes. Pero la Du Barry tiene detrás de si el poder efectivo: tiene al rey plenamente en sus manos. Pero Luis XV no quiere otra cosa sino su tranquilidad y sus goces deja que las cosas vayan como quieran.

Esta repentina guerra femenina turba enojosamente su paz. La Du Barry, le rompe a diario los odios diciéndole que no se dejara humillar por aquella criatura, que no dejara que la ponga en ridículo delante de toda la corte; el rey tiene que defenderla, guardar el honor de la condesa, al mismo tiempo que el suyo propio. Hacen llamar a la primera dama de honor de María Antonieta, madame de Noailles, claramente le dice que a la delfina se le permite hablar un poco libremente sobre lo que ve, y seria conveniente llamarle la atención para que supiera que tal conducta tiene que producir mal efecto en el circulo intimo de la familia. La dama de honro trasmite al instante la advertencia a María Antonieta, la cual se la refiere a las tías y a Vermond, y este, por ultimo, lo comunica al conde de Mercy, el cual, se queda espantado –la alianza, la alianza1- y por correo urgente, relata todo el asunto a la emperatriz en Viena.


Dolorosa situación para Marie teresa, ella que en Viena, por medio de su famosa comisión de costumbres, hace azotar implacablemente y conducir al establecimiento correccional a las damas de aquella clase. ¿No puede prescribir a su hija que se muestre amable con una de tales criaturas? Como madre, como estricta católica y como política, se hala ante el más penoso conflicto. Por ultimo, se zafa del asunto, como antigua y hábil diplomática, atribuyendo la cuestión a la cancillería. Su ministro de estado Kaunitz, redacta un prescripto dirigido a Mercy, con la misión de exponerlo a María Antonieta: “cometer faltas de cortesía hacia las personas a quienes el rey ha admitido en su circulo es ofender a ese mismo circulo, y todos tienen que respetar en tales personas el que el monarca mismo la considere dignas de su confianza, y a nadie le es licito permitirse examinar si lo ha hecho con razón o sin ella. La elección del príncipe, del monarca mismo, tiene que ser estimada como indiscutible”.

Esta claro, hasta quizás sobradamente claro. Pero María Antonieta se halla sometida a la acción incitadora de sus tías. Cuando le leen la carta, le dice a Mercy, con su abandonada manera habitual, un negligente “si, sí” y un “esta bien”. Desde que ha observado lo espantosamente que se enoja aquella tonta, la escaramuza proporciona doblado placer a la orgullosa muchachilla; cada día encuentra a la favorita en bailes, fiestas, partidas de juego y hasta en la esa del rey, y observa como la otra espera su saludo, pasa glacial a su lado, la frase apetecida y anhelada por la Du Barry, por el rey, por Mercy, por Kaunitz y hasta en secreto por Marie teresa no es nunca pronunciada. La guerra esta ahora abiertamente declarada. Los cortesanos se agrupan en torno a las dos mujeres. Todos quieren ver y saber, y hasta se cruzan apuestas sobre cual de las dos soberanas de Francia impondrá su voluntad, si la legitima o la ilegitima.

Pero ahora el rey se enoja más a fondo. Con gran sorpresa suya, el embajador austriaco, el conde de Mercy, se ve convocado a una conferencia por el ministro francés de asuntos extranjeros y no en la sala de audiencias, sino en la habitación de la condesa Du Barry. Cuando apenas ha hablado algunas palabras con el ministro cuando entra la Du Barry, le saluda cordialmente y le refiere al detalle lo injusto que se es con ella, el embajador habla con diplomacia una y otra vez. Pero entonces se abre silenciosamente la secreta puerta de la tapicería y Luis XV interviene en la delicada conversación. “hasta ahora ha sido usted –le dice a Mercy- el embajador de la emperatriz; sea usted ahora embajador mío por algún tiempo, se lo ruego”. Después se expresa muy francamente sobre María Antonieta, la encuentra encantadora pero siendo aun muy joven cae en toda suerte de intrigas y se deja dar malos consejos por otras personas. Ruega por eso a Mercy que emplee toda su influencia para que la delfina modifique su conducta.

Mercy comprende al instante que el asunto se ha convertido en político, está en presencia de una orden clara y manifiesta que se tiene que ejecutar. Visita a María Antonieta, insiste a insiste, la intimida aludiendo vagamente a venenos con los cuales, en la corte francesa, ha sido suprimida más de una persona altamente situada y con fuerza de persuasión muy especial, echa sobre María Antonieta todas las culpas para el caso de la alianza, la obra maestra de su madre, llegue a ser rota a causa de su conducta. Con lágrimas de cólera en los ojos promete al embajador que un día determinado dirigirá la palabra a la Du Barry. Mercy respira profundamente. ¡Gracias a dios! La alianza esta salvada.

Una función de gala de primera categoría espera ahora a los íntimos de la corte. De boca en boca pasa la misteriosa notificación: hoy, en la noche, la delfina dirigirá al fin por primera vez, la palabra a la Du Barry. María Antonieta comienza a dar la vuelta al salón. Saluda a todas las damas; ahora solo queda todavía una dama, la ultima, entre ella y la Du Barry; dos minutos, un minuto y tiene ya que haber llegado junto a Mercy y la favorita.

Pero en este momento decisivo, madame Adelaida, la principal azuzadora ente las tres tías, se dirige severamente a María Antonieta y le dice imperativamente: “es hora de que nos retiremos. ¡Ven! Tenemos que esperar al rey en la, habitación de mi hermana Victoria”. María Antonieta se ruboriza, se embrolla y se aleja de allí corriendo más bien que nadando, con o cual el anhelado saludo no llega a ser pronunciado. Los malignos de la corte se frotan de gusto las manos; hasta en los cuartos de la servidumbre se refiere, entre ahogadas risas, como la Du Barry ha esperado inútilmente. Pero la favorita echa espumarajos y lo que es más grave, Luis XV cae en una manifiesta cólera.


“ya veo, señor Mercy –le dice rencorosamente al embajador- que sus consejos no tiene ninguna influencia. Es necesario que arregle el asunto por mi mismo”. El rey de Francia esta iracundo y pronuncia amenazas; madame Du Barry se enfurece en sus habitaciones; la alianza franco-austriaca esta en peligro. Al instante anuncia a Viena el mal giro del asunto. Ahora a emperatriz tiene que emplear todo el peso de su autoridad. Ahora Marie teresa misma tiene que intervenir, porque ella sola, entre todas las criaturas humanas, tiene el poder sobre aquella niña obstinada. Marie teresa esta extraordinariamente asustada con los acaecimientos.

Pero esta vez la trágica anciana emperatriz tiene que ser infiel a si mismo y a sus principios, en este ardiente conflicto de conciencia, se presenta la alarmante carta de Mercy diciendo que el rey esta enojado con María Antonieta, que le ha manifestado abiertamente al embajador su disgusto. Marie teresa se espanta, tiene que hacer, ante la razón de estado, un sacrificio tan doloroso de conciencia: «¡Ay, tanto miedo y tanta vergüenza para hablarle al rey, el mejor de los padres! ¡O para hacerlo con aquellas gentes que te aconsejan que le hables! ¡Vaya un encogimiento para dar solamente los buenos días! ¿Cualquier palabra sobre un traje o sobre cualquier otra pequeñez te cuesta tantos aspavientos? Te has dejado coger en tal esclavitud que, visiblemente, la razón y hasta tu deber no tienen ya fuerza para persuadirte. No puedo guardar silencio por más tiempo. Después de la conversación con Mercy y de su comunicación acerca de lo que el rey desea y lo que tu deber exige, ¿has osado desobedecerle? ¿Qué motivo razonable puedes aducir para ello? Absolutamente ninguno. No tienes que considerar a la Du Barry sino como a todas las restantes damas que en la corte son admitidas en el círculo del rey. Como primer súbdito del rey, tienes que mostrar a toda la corte que ejecutas sin condiciones el deseo de tu soberano. Naturalmente que si te pidiese bajezas o deseara de ti intimidades con ella, entonces ni yo ni ningún otro te lo aconsejaría; pero ¡cualquier palabrilla indiferente, no por la dama misma, sino por tu abuelo, tu soberano y bienhechor!».

Este bombardeo de razones quebranta la energía de María Antonieta; aunque indomable, voluntariosa y obstinada, jamás ha osado oponer resistencia ante la autoridad de su madre. Aun se opone un poco la delfina, pero guarda las formas: “no digo que no, ni tampoco que no haya de hablar con ella en una hora o día previamente determinados, para que ella lo anuncie con anticipación y pueda presentarse como triunfadora”. 

El día de años nuevo de 1772 trae por fin la solución de esta guerra femenina heroico-cómica; aporta el triunfo de madame Du Barry y la sumisión de María Antonieta. La escena está de nuevo teatralmente preparada; otra vez la corte, solemnemente reunida, está llamada a ser testigo y espectadora. Llega por fin la hora de las felicitaciones. Una después de otra, según su categoría, las damas de la corte desfilan por delante de la delfina, y entre ellas la duquesa Aiguillon, la esposa del ministro, con madame Du Barry.


La delfina dirige algunas palabras a la duquesa de Aiguillon; después vuelve la cabeza en dirección a madame Du Barry –todos contienen el aliento para no perder ni una silaba-, dice las palabras tanto tiempo anheladas, por las cuales lucho tan fieramente, inauditas y cargadas de fatalidad, le dice: “hay hoy mucha gente en Versalles”. Seis palabras se ha forzado a pronunciar María Antonieta; este es un acontecimiento inmenso en la corte, mas importante que la ganancia de una provincia, más emocionante que todas las reformas largo tiempo necesarias... ¡por fin, por fin la delfina ha hablado con la favorita! María Antonieta se ha rendido, madame Du Barry ha triunfado. Ahora todo vuelve a ser como es debido; todos ven el cielo abierto sobre Versalles. El rey recibe a la delfina con los brazos abiertos, la abraza tiernamente como una hija perdida que acaba de ser encontrada; Mercy da las gracias conmovido, la Du Barry atraviesa las salas como un pavo real, las enojadas tías alborotan furiosas; toda la corte esta excitada, se charla y parlotea a grandes voces acerca del sucesos, y todo ello porque María Antonieta le ha dicho a la Du Barry: “hay hoy mucha gente en Versalles”.


María Antonieta ha sido vencida, lo sabe, su juvenil orgullo, aun infantilmente indomado, ha recibido un golpe terrible. Por primera vez ha bajado la cabeza, pero no volverá a inclinarla por segunda vez hasta la guillotina. En esta ocasión se ha hecho visible de repente que esta tierna y juguetona criatura, tan pronto como se toca su honor saca de si un alma soberbia a inconmovible. Amargamente le dice a Mercy: “una vez le he hablado, pero estoy decidida a que la cosa quede aquí. Esa mujer no oirá nunca más el tono de mi voz”. También a su madre le muestra claramente que después de esta única condescendencia no hay que esperara de ella posteriores sacrificios: “mis funciones aquí, a veces son difíciles de cumplir. Puede usted creer que siempre renunciare a mis prejuicios y repugnancias, mientras no se me ponga en evidencia y vaya contra mi honor”.


En vano vuelve Marie teresa a escribirle una y otra vez: “tienes que hablar con ella como con cualquier señora de la corte del rey; nos debes eso al rey y a mí”. En vano es que Mercy y los otros procuren convencerla sin cesar de que debe mostrarse afectuosa con la Du Barry, asegurándose de este modo el favor del rey. Los delgados labios Habsburgueses de María Antonieta, que una única vez se han abierto contra su voluntad, permanecerán cerrados como si fueses de bronce, ninguna amenaza, ninguna seducción puede romper el sello que los cierra. Seis palabras le ha dicho el 1 de enero de 1772 a la Du Barry, y jamás la odiada mujer llegara a oír la séptima.


Madame Du Barry no se siente muy a gusto después de este triunfo. Ahora está contenta y no desea más; esta avergonzada y asustada de su pública victoria. Pues en todo caso, es lo bastante lista para saber que todo su poder se alza sobre bases inseguras, sobre las gotosas piernas de un hombre que envejece velozmente. La muerte de este protector de sesenta y dos años, y a la mañana siguiente esta muchachilla puede ser ya la reina de Francia, sería uno de aquellos fatales boletos de viaje a la prisión de la bastilla.

Por ello apenas ha triunfado sobre María Antonieta, hace las más vivas, las más leales y sinceras tentativas de reconciliación. Endulza su bilis, sojuzga su orgullo, se presenta una y otra vez en las reuniones de la delfina y aunque no sea honrada con ninguna palabra más, no se muestra, en modo alguno, enojada. De cien maneras se esfuerza por alcanzar mercedes de su regio amante para su antigua adversaria: atrae a María Antonieta con amabilidades, intenta comprar sus favores.

Se sabe en la corte –y se sabe, por desgracia-, demasiado bien, que María Antonieta ama desenfrenadamente las joyas magnificas. La Du Barry piensa por tanto que acaso sea posible domesticarla por medio de un regalo. El gran joyero de la corte, Boehmer posee unos pendientes de brillantes que han sido tasados en setecientas mil libras. Probablemente, María Antonieta habrá expresado privada o públicamente su admiración por tal joya, y la Du Barry habrá tenido conocimiento de su antojo. El caso es que un día hace que se le sea insinuado en voz baja a la delfina por una de las damas de la corte que si realmente quiere tener los pendientes, será un placer para la Du Barry convencer a Luis XV que debe regalárselos.

Pero María Antonieta no responde ni palabra a esta impúdica proposición, se vuelve despreciativamente y continua mirando glacialmente a su adversaria, ni por todas las piedras preciosas de la tierra esta madame Du Barry, que una vez la humillo públicamente oirá ninguna palabra de estimación de sus labios. Un nuevo orgullo, un aplomo nuevo, comienza a mostrarse en la muchacha de diecisiete años, no necesita ninguna joya debida a la merced y al favor ajeno, pues siente ya sobre su cabeza las proximidades de la diadema de reina.

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